Antoine Lefleuve
ó los siete últimos minutos de una existencia anónima; composición propia: jose, "episteme" 2o11
“Si crees que vale algo este comienzo…”, ése fue el disparo verbal que provocó el derrame de tinta que da lugar a la vida de nuestro protagonista, asistiendo a su vida y muerte en un acto. Ése fue el comienzo de Antoine Lefleuve; y todo comienzo está acompañado, configurado, por la violencia latente tras cada nuevo origen. Así, violentamente nos encontramos frente a él.
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Antoine Lefleuve: treinta y nueve años haciendo malabares con su existencia. Una vida sujetada tras una piel que todas las personas intentarían evitar. Todo el mundo le fue infiel. Los ojos franceses de su padre y de él jamás llegaron a trasponerse, pues huyó tan rápido como supo del camino nuevemesino que Antoine pretendía recorrer. Aún así, Antoine conservaba el apellido paterno para no olvidar los abismos de la vida. Incluso su madre le sería infiel en el momento en que eligió a su segundo marido, o a su dinero, en lugar de elegir a aquélla criatura castaña de dos años que había brotado de ella.
Era un aborto fallido sollozante y con hambre cuando, los que se convirtieran en su futura familia, lo encontraron a los pies de la puerta de casa en una cesta de mimbre con una carta. De juventud callejera pasó a una adolescencia académica financiada por su perseverancia y el esfuerzo traducidos en ayudas económicas. Esta vida académica, como un útero al terminar el periodo de gestación, le dio a luz en la intemperie de una sociedad que giraba entorno al mercado. El mercado y las leyes de la oferta y la demanda serían un enemigo fatal de su formación humanística y literaria, la cual no era solicitada; y de serlo, lo sería como encargo de mantenimiento y cuidado para evitar que las vacas sagradas de la historia de la humanidad desapareciesen. A Antoine Lefleuve esta situación le hacía sentir más como un arqueólogo o director de museo –mausoleo- que como un escritor o pensador.
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Una invernal madrugada madrileña, Antoine Leflueve se encontró de repente a sí mismo tras abrir los ojos, notó su olor, el sabor de su boca cerrada tras unas horas de sueño y comprobó su cuerpo como si en el sueño del que venía lo hubiese perdido. Encendió la lámpara tirando del cordoncillo que cuelga de ella. Tras la ventana, pudo sentir cómo la calle sostenía la respiración y, sobre el escritorio que quedaba enfrente de él, había vuelto a aparecer aquél desastre de libros y papeles desordenados. Entre obras de ontologías regionales, de epistemología del sentimiento, de lógica de los sentidos, de los autores más renombrados, también había un cúmulo de cartas que compartió durante su instancia en la Universidad con Amardren Cönmar, compañera de estudios, vivencias y latidos. En ese carteo Antoine había llorado, había reído, había sido una ilusión en su espera y una llama avivada con gasolina tras su lectura.
Se desplegó y tardó un poco en levantarse, no ya tanto por sus rodillas como por la manía abrazadora del mueble, acrecentada al ponerse el sol. Buscó sus gafas por toda la habitación sin darse cuenta de que las llevaba colgadas en el cuello del jersey. Antoine, el hombre carnal que era Antoine, se había quedado dormido en el sofá. Últimamente no lograba mantener un ritmo constante de sueño. Y esto no era más que un reflejo de los avatares que su existencia venía proporcionándole durante estas semanas. La vida de Antoine, además de profundamente enferma por la naturaleza de su materia y composición, andaba desordenada, presa de otro tipo de orden que no era al que estaba habituado. Hacía unas semanas había regresado a su recuerdo aquella relación por escrito y fue por ello por lo que, entre los libros que usaba para su investigación, se encontraban los restos de aquél carteo. Todas las letras contenidas en aquellas misivas se agolparon en el hipocampo de Antoine Lefleuve y los recuerdos volvieron a la vida como si de ranas congeladas, y descongeladas por un experimento, se tratase.
Quizás, lo que propició el regreso a la vida de Amardren en la vida de la conciencia de Antoine fuera la fiebre que padecía. La fiebre, que había descongelado su imagen, no era más que un eslabón de una larga cadena de causalidad iniciada por la casualidad: a pesar de los esfuerzos que Antoine invirtió por forjarse una vida “vivible”, como él diría en más de una ocasión, su economía no le daba más que para el frío y sombrío piso sin calefacción en el que vivía. Su dieta, por otro lado, no era la más deseable. Las consecuencias de todo ello, aunadas a su fragilidad, quedarían impresas en su cuerpo en forma de reuma, en sus problemas respiratorios desconocidos para la comunidad médica y constantes catarros devenidos en anginas.
La fiebre no sólo rescató a Amardren Cönmar, la que fuera –lo cual no indica que no siguiera siéndolo- el deseo más ferviente que pudo
sentir. Además, liberó de la nada todo aquello cuanto pudo y llegó a ser Antoine durante esos meses de incertidumbre y arritmias del corazón provocadas por la volición que aquella remitente y destinataria procuraba sobre él. En esa reconquista de sí mismo a través del recuerdo, Antoine descubriría que sentía más que pensaba, que era una llaga abierta corriendo el peligro de infectarse, si es que no lo estaba ya. Su corazón latía mil veces más rápido que la velocidad de sus sinapsis neuronales y en su pecho se guardaba más alegría y tristeza que conocimientos tras su cráneo; a pesar de que éstos no fuesen pocos, o eso decían.
Antoine no sólo estaba, pues no se trataba de un estado transitorio, sino que era, ya que había sido una constante durante toda su trayectoria existencial, una sensibilidad extrema, una complejidad vital con facilidad de risa y de llanto por la reacción provocada ante la presencia y contacto con otras complejidades vitales.
Se podría decir que Antoine estaba atacado, afectado de vida. Sentía tanto la vida que el precio que tenía que pagar por ser puro nervio excitable no entendía de otra moneda que no fuera su salud. Y la pérdida de salud no es sino la antesala a la expiración. Antoine era una paradoja trascendental: cuanto más cerca e intensamente palpaba la vida, más se deterioraba su fisiología acercándolo a su muerte. Los asaltos que le restaban a Antoine eran menos de los que llevaba a sus espaldas.
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Uno de los momentos cruciales en la andadura de Antoine sería aquél en que pudo ver el amor de Amardren hecho abrazo en otro cuerpo. El entumecimiento pectoral ya no se calmaba mirando hacia otro lado, ni siquiera se mantenía controlado en el lugar en que era costumbre. Ese hormigueo que precedía al pecho triste de Antoine se extendió hasta alcanzar partes que no eran de su cuerpo o, al menos, eso creyó hasta ese mismo momento. Le dolía el árbol que tenía a su lado, le lloraba el suelo sobre el que se apoyaba, pero no podía menos que aguantar la situación.
Estar por encima de las circunstancias para que éstas no nos sobrepasen fue algo que Antoine aprendió sin dificultad. Pero una cosa es aprender la teoría y recordarla, y otra cosa es ser capaz de aplicarla sin que, en el intento, perdamos un dedo o el corazón.
Después de tanto recordar no pudo, por más que quiso, evitar lanzarse sobre todos esos papeles que ocultaban su escritorio. Afanosamente, y entre toses sangrientas, escrutó todas las cartas intentando buscar algo que le calmase la angustia provocada por el sentimiento de haber sido incapaz de enamorar a su querida Amardren. Si encontró o no algo que le sirviera de bálsamo no está muy claro, pero sí que se regocijó en su propia tristeza, abrazándola con una tímida sonrisa, sintiéndose extrañamente bien mientras sufría. Este estado es similar a unas arenas movedizas: se entra en ellas con suma desenvoltura y apenas sin desearlo, pero casi nadie sale. Y la naturaleza de Antoine no era la más adecuada para salir ellas.
Quiso volver a escribir a Amardren Cönmar: sin vacilaciones de ningún tipo agarró papel y pluma. Posó éste sobre aquél y dejó correr su mano. Incluso llegó a notar los nervios que solía tener cuando lo hacía en aquellos meses árticos de luz constante traída por las letras de Amardren. El desconocimiento de cuál sería la acogida que su destinataria daría a sus inquietudes cardiacas hechas letra era la fuerza que movía los dedos que se abalanzaban sobre el folio en blanco. Solo que, esta vez, Antoine Lefleuve no tendría dónde dejar sus cartas. Habían pasado tantos años, las doce de noche y las doce del mediodía habían repiqueteado tanta veces en el Big Ben a mil doscientos kilómetros de su respiración, que había perdido todo tipo de contacto con Amardren Cönmar. Ignoraba si ella se encontraba a diez mil kilómetros de distancia viendo el sol mientras que la luna caía en sus ojos o si, más cercanamente, sobrevivía inhalando el humo de su misma ciudad. Desapareció sin dejar rastro.
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Antoine desconocía dónde vivía, qué hacía, con quién quemaba su tiempo libre, si era feliz o si tenía hijos. En este punto y ante toda imposibilidad de volver a encontrarla, Antoine pensó que tal grado de desconocimiento era equivalente a saber que ese alguien estaba muerto. Aún así, no se había detenido en su empresa y continuó manchando unos cuantos folios que aún le quedaban limpios con la firme decisión de, si bien no poder llegar a Amardren directamente, poder dirigirse a todo el mundo con un canto al amor y, en ese dirigirse a todo el mundo, encontrar a quien buscaba o, por lo menos, alcanzarla con la voz materializada en grafito, si es que todavía latía su espíritu. Eso, al fin y al cabo, era lo que había estado haciendo durante todo el carteo: un canto a los sentimientos.
Cantó Antoine a más de unos ojos en toda su vida. Así recordó, mientras escribía, que algunas mujeres le habían inspirado para componer canciones y otras para dibujarlas en su futuro, como si las alcanzase antes de tiempo y dejase atrapadas sus imágenes sobre el lienzo. Otras pocas mujeres le infundieron voluntad de tacto seguido de olvido matutino. Pero no había conseguido atreverse a romper la frontera que le separaba de Amardren y no porque no la desease, sino porque con ella se sentía incapaz de dar un paso que pudiera violentarla. Al final, como dice la canción, llegó el final y Antoine y Amardren siguieron sus caminos, que nunca llegarían a volver a cruzarse.
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El último momento en que la vio distanciarse, se continuó con la espera en una parada de autobús para volver a casa. Ahí, en la marquesina, sólo, casi derrumbado, sería donde Antoine, frente a la curiosa situación que le resultó que una desconocida le lanzase un beso seguido de una sonrisa tras el cristal de un autobús en marcha, comenzase a murmullar algo que no quiso escribir por creerlo una estupidez. Ahora, con la silueta de Amardren dando forma a su corazón y con la nada acechando a sus espaldas, Antoine se convenció de que todo tiene el valor que él quisiera proporcionarle. En cuestión de segundos, Antoine había llegado a una conclusión que a los filósofos había costado siglos.
Dio rienda suelta a su mano, y su garganta la dio a los esputos rojizos, y empezó a escribir las que podrían ser sus últimas letras. No sabía cómo lo había formulado exactamente en aquella marquesina, pero ya que tampoco tenía la certeza de que alguien lo leyese, no le importó no darle un buen acabado:
“Tenga un amor de ventanilla de automóvil o de autobús.
Mire a su lado izquierdo y mire a su lado derecho cuando el rojo del semáforo le paralice en las desenfrenadas venas de la ciudad.
Detenga su mirada en el Otro, rompa la esfera de vergüenza que nos impide mirarnos fijamente. No somos átomos, no somos mónadas cerradas pero nos comportamos como tales. Andamos por la superficie y los bajos horadados de la tierra evitando tocarnos y si lo hacemos, rápidamente, pedimos perdón.
Las miradas, a su vez, se vuelven esquivas cuando se entrecruzan por más de dos segundos. Nos invade la incomodidad y un temblor que baja por toda la espalda.
Pero me gusta mirarte y caer en tu mirada y desafiarte en un duelo a beso para ver quién aguanta más. El tiempo es atrapado por el constante giro del reloj, pero son las vidas las que marcan el ritmo de la eternidad.
Nota de aviso a mi adversaria: no me asedio con facilidad, o no si eres tú el otro polo de este hecho.
Tenga un amor de adolescencia de dos minutos.
¿Quién de los dos desenfundará primero la caricia labial de despedida?”
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El último interrogante escrito le resultó tan familiar como todos aquellos momentos en que quiso y no pudo besar a Amardren Cönmar. Después de echar la vista atrás para comprobar esas líneas que emergieron con tanta espontaneidad, un grave ataque de tos inflamaba la laringe de Antoine Lefleuve impidiéndole la respiración y arrancando una vida que se despedía con sus últimas letras apretadas en su puño izquierdo. La ausencia de oxígeno en el cerebro le causó la dilatación de las pupilas, sucedida del estado de inconsciencia. El suelo sería su siguiente parada. Aquél que en anonimato había caminado con las mismas desazones e idénticos deseos de toda la gente quedó mudo para siempre.
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