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De la servidumbre voluntaria.

Étienne de La Boétie

Bello e intenso discurso nos ofreció el francés preguntándose el por qué de la impresionante facilidad con la que el hombre otorga pusilánimemente el poder a un tirano, cómo se deja dominar por el sólo poder de Uno. Él, que con tanto aplomo confía en la naturaleza libre del ser humano, no da crédito a lo que sus tiempos le muestran: ciudades de centenares y miles de habitantes que entregan con pasmosa pasividad sus libertades, posesiones y dignidad. Más aún cuando el paso del tiempo ha dejado ejemplos de pueblos y hombres que consiguieron vivir bajo el único de los “dueños” que nuestra naturaleza debiera consentir: la libertad, ese gran don que, tan sólo con desearlo, se realizaría.

Es de admirar que podamos descubrir manifiestos tan efusivos y esperanzadores en plena mitad del siglo XVI, pero lo verdaderamente admirable de este escueto, pero impactante relato, es la atemporalidad de su mensaje. Perfectamente podría estar rubricado este escrito en cualquier fecha del siglo XX o XXI, es más, me creería si me dijeses que lo has escrito tú mismo. Desde que las sociedades se convirtieron en grandes sociedades, el debate sobre los límites de la libertad y el poder han sido un debate incandescente.

El francés considera que el poder reside únicamente en los hombres, que son quienes “deciden” otorgarlo a quien sea; unos serán dueños de su libertad gracias al uso de su virtud, pues como dice: hay en nuestra alma cierta semilla natural de razón, que cultivada por el consejo y la costumbre produce la virtud. Pero, lamentablemente, los más otorgarán el poder cobardemente a su rey, a su caudillo o su “guía”: es el pueblo quien se esclaviza y suicida cuando, pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con un yugo que causa daño y le embrutece. La costumbre es la causante de que, en los pueblos en los que la libertad no ha alcanzado a las masas, se amanse es espíritu que pretende no más que ser libre y el pueblo deba resignarse a ser feliz dentro de su restricción. Y puede parecer esto asombroso a los ojos de los hijos de las democracias actuales, que tan libres nos sentimos, y no obstante comprendemos los motivos de la queja de Étienne, en una época tan sumida en la esclavitud casi total del hombre y su conciencia. Pero lo que no tiene desperdicio alguno es comprobar que este discurso, aún hoy, debería ser escuchado por cualquiera, y más que nadie, nosotros los buenos occidentales, los portadores de los estandartes de la libertad y la igualdad, que aún somos tan cobardes y perezosos como en tiempos de La Boétie.

Ni siquiera sabemos hoy ser libres en la libertad que supuestamente disfrutamos. Las democracias representativas generan la fantasmal imagen de liberación frente a la imagen de la tiranía, y el ciudadano se siente mucho más libre que el antiguo esclavo porque cada cuatro años otorga su libertad al poder en forma de papel, o se puede permitir poseer un capital privado. Y esto sucede porque aún seguimos obnubilados por el fantasma de la libertad. El error, tanto del francés como el de nuestros días, es seguir ideando, seguir aclamando una idea de la naturaleza del hombre que no se corresponde con la realidad. Bello es el objetivo de alcanzar la libertad de todos los hombres de la Tierra, mas esto no es sino una quimera. El paso de la historia nos ha mostrado que siempre existieron fuertes y débiles, reyes y esclavos. Lamentablemente, los débiles siempre fueron los más: conformistas, sin inquietud ni amor propio, ellos son (somos) los que han permitido que un nido de buitres les domine y, a la vez, les consuele convenciéndoles de que reciben lo que deben. Y el culmen de este arte del engaño lo representan nuestras democracias liberales representativas. La soberanía para el pueblo, pero siempre bajo los marcos del poder establecido, sin poder nunca palparlo ni saborearlo y bajo la ilusión de seguridad que presupone el estado de derecho.


Siempre habrá individuos que no quieran ser dueños ni de su propia libertad, esperando que, eternamente, decidan por él o le dicten qué pensar, hacer o perseguir. La verdad de nuestra naturaleza es que somos seres cultural y abismalmente diferentes. Y los hay que no poseen más virtud que la de ser buenos esclavos. Hay quien nace para ser esclavo. Pero hoy el esclavo tiene un sinfín de valores y bienes que “apropiarse”. Pan y circo, señores, pan y circo.

Hemos de creer y apoyar la igualdad de todos los seres vivos en cuanto a su original derecho a la vida. Pero no debemos seguir con la ensoñación de conseguir una universalidad de conciencias fuertes y libres. Mientras no asumamos nuestra desigualdad, no conoceremos “universalmente” la libertad. Mientras las masas sigan siendo dirigidas por las conciencias religiosas “del libro” (y, sobre todas, el sionismo “capitalizado” estadounidense), el imparable avance del autófago capitalismo o las ilusiones liberales en torno a derechos abstractos, nunca manifestables ni en sus en sí; la humanidad seguirá siendo la principal enemiga de sí misma, la marioneta que teje los propios hilos con los que será controlado.

Verdugos de nuestro propio poderío; parece que sólo queda luchar por dentro.



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

       
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