EL OBITUARIO NEURÓTICO DE NUESTRO TIEMPO Daniel H
Ética II.
Neurosis social. ¡Qué hermosa justificación científica! Jamás hube encontrado una transcripción tan sutil de la idea de la putrefacción moral imperante en nuestra cultura. Lamento profundamente que tengan que ser aquellos cobardes amparados en la formalidad científica quienes determinen teorías válidas y veraces que redirijan nuestras vidas.
Liberalistas, comunitaristas, -istas, -icos, -anos… ¡aún no hemos caído en la cuenta de que la consecuencia que nos conduce a la muerte de nuestras identidades radica únicamente en esta despreciable necesidad de perfección, de refinamiento científico y de amparo y afiliación a unas líneas cognoscitivas ajenas a todo producto plenamente humano! Somos la cultura del artificio, creamos a nuestros dioses para generar unas directrices morales, después lo asesinamos y lo sustituimos por un ciego e inexperto afán por conseguir la libertad y dignidad del individuo y sus colectivos; al ver que el hombre sigue oprimido sin saber definirse, retomamos la virtud y pretendemos que un puñado de borregos sin valor vital alguno intente enaltecerse y generar, por fin, su perfecto hombre intachable. Siempre que se genera una nueva vertiente ética subyace con ella una férrea base – que parece ser invisible a los ojos humanos – que se empeña en seguir considerando al hombre un necesario esclavo de la correcta y justa verdad.
Al parecer, el hombre se ve desahuciado de sí mismo si no posee una dirección que le obligue a hacer, pensar y sentir esto o aquello. Un hombre será imperfecto si no se adapta al bien moral establecido. Ni liberalistas, ni comunitaristas ni los defensores del individualismo compartido pueden escapar a la imperiosa necesidad de ser los “dictadores” del perfecto orden moral. Al fin y al cabo, por mucha comprensión de los contextos sociales y personales, por mucha libertad otorgada para elegir un proyecto de vida, siempre está presente tras nosotros la infranqueable atalaya del bien y del mal. Precisamente, este hecho es lo que nos convierte en seres perfectos – y vuelvo a incidir, como en mi anterior comentario, en el sentido etimológico de este término: acabado, finalizado, muerto -. La finalidad de la humanidad es estar muerta, estar dirigida, no generar cambios ni conflictos: paz, respeto, dignidad, libertad… ¿libertad?
Quizá Karen Horney no quiso ser tan visceral ni tan tajante. Hablar de personalidades muertas resulta harto peligroso para un exquisito colectivo sacapuntas cientificista. Era preferible recurrir a los términos del padecimiento, de la enfermedad; sembrar la esperanzadora ilusión de que este ser tiene salvación. Pero a medida que voy escribiendo, me voy demostrando a mí mismo cuán pútridamente muerta se encuentra nuestra judía moral. Fijémonos a que términos he recurrido – y no por no haber atendido a una “correcta” elección - : padecimiento, esperanza, salvación… En su libro, la propia Karen recurre a una sutil bofetadilla – no vaya a resultar grosera, ¡oh! – que viene a corroborar la intención con la que yo quiero dirigir este escrito. En el capítulo XIII, donde trata el problema de los sentimientos de culpa como consecuencia de la angustia a la que se ve arrojada nuestra neurótica cultura, hace una vaga alusión a la necesidad de criticar el origen de tales angustias en nuestras raíces culturales cristianas – ¡200 páginas de espera! -, y nos dice que debemos mencionar la influencia que ejerció el cristianismo sobre los conceptos morales.
¿¡Cómo que ejerció!? ¿Es que acaso estamos a salvo de la repugnante traba que impera en la moral del borrego? ¿No es consecuencia del cristianismo el hecho del temor a la reprobación, al error, al mal; la fachada en la que el cobarde moribundo se esconde para no mostrar al gentío sus verdaderas pasiones? Parafraseando a Horney, este enfermo se esconde en una aparente fachada de energía personal que oculta el verdadero desprecio que siente hacia sí por sentirse incapaz de ajustarse al dominio y el poderío que impera en nuestra moral. Somos hijos deudores del ser perfecto y, por consiguiente, está impuesta la autoridad del padre y nuestra consiguiente obediencia.
Ocultan la angustia y la debilidad que fluyen pos sus sentimientos e, incapaces de afrontar un cambio dentro de ellos, prefieren resignarse, obedecer y contraatacar contra todo aquel que se ose a reprobar su falsa actitud. Somos unos cobardes energúmenos que arrojaríamos a la hoguera a cualquier personaje que pusiese en duda el juicio común. Afortunadamente, para estos cobardes, apareció la psiquiatría – otra muestra de la victoria de la ciencia sobre el hombre -. El neurótico, dice Karen, se siente culpable porque, a consecuencia de sus angustias, depende aún más que otros del juicio público e ingenuamente lo confunde con el suyo propio. Se encuentra hundido en lo que ella llama la angustia básica: el neurótico se siente incapaz de enfrentarse a cualquier riesgo al contemplar lo hostil que le resulta el mundo. Y bien, ya sabemos que el padre nos enseñó a poner la otra mejilla, ¿no?...
Afortunadamente, con el paso del tiempo, he ido topando con tres grandes Hombres, los únicos que hasta ahora conozco – filosóficamente hablando, por desgracia -: Diógenes de Sinope, Friedrich Nietzsche y Jim Morrison. Ellos me han enseñado a superar esta visión del moribundo y enfermo ser humano. Me hicieron ver que el camino hacia la libertad no es un camino redentor, que consiga aliviar las penas que supone convivir en este mundo de imperfección y altibajos emocionales que nos condena a la infelicidad. Me enseñaron que apenas deseo ser libre, ni curarme de esta enfermedad social. Me han enseñado a ser feliz. A orinar contra los vientos del idealismo y la opinión pública, a derribar la atalaya del bien y del mal, a luchar contra la podredumbre que asola la voluntad de seguir los latidos de mi corazón. A no fallecer ahogado en las aguas de la imberbe personalidad universal, el pupilo comunitario o la justa y benevolente impersonalidad compartida. He conseguido matar a mi padre, follarme a mi madre, he conseguido ignorar la reprobación, no temo ser un afirmador contradictorio; todo lo contrario, temo que no existan más de esta clase. No temo ser tachado de un enfermo por bocas de muertos vivientes.
El animal vive y muere. El hombre puede “saber” vivir y morir. Yo he aprendido a vivir. Si queda algún dios, alguna ley universal, alguna verdad o mentira, esa es la mía.
Y más allá de lo que filósofos y artistas me han enseñado, me ha enseñado la demencia fronto-temporal que contrajo mi padre. Cada lunes me rodeo de enfermos mentales, algunos de ellos verdaderos muertos vivientes. Él mismo me ha enseñado a no guardar nada en mi corazón, a no postrarme al temor de resultar incomprendido. A buscar, no mi libertad, sino mi felicidad – que creo es condición previa para que se de ese oscuro y maltrechado término -. Cada martes, cuando reanudo la rutina de mi vida, es cuando contemplo la decrepitud de esta sociedad, no enferma, sino muerta. Los de la residencia serán enfermos muertos vivientes. Pero mi sociedad es una enferma viva muriente. Prefiero vivir en mi intempestiva felicidad, que asesinarme a mí mismo por encontrar el sucio bien eterno.
Aún intento despojar ese neurótico que llevamos dentro de nosotros; mas no pretendo curarme, no necesito sanar, sino asesinar, aniquilar este hediondo lastre judeo-cristiano.
…allá los enfermos, que elijan lo que puedan.